Entre los rasgos que definen al consumidor de hoy en día, están el que es más culto y está mejor informado. Pero no podemos generalizar el hecho de que el consumidor actual sea más culto, al contrario, una parte importante de las nuevas generaciones no son más cultas que sus predecesoras a pesar de vivir en un entorno más abierto, con mayor acceso a la educación y cosmopolita.
El desprecio al pasado por desconocimiento, la ausencia de valores y la falta de compromiso está generando una tipología de ciudadanos de carácter infantil y voluble con pocos fundamentos a los que agarrarse. El consumo más que nunca es un acto simbólico, el valor aparente es lo que importa, la personalidad de las marcas sustituye las identidades personales. Por otro lado, el consumidor puede estar más informado, pero a la vez está más confuso por el exceso de información a la que tiene acceso. Por ejemplo, en un año se emiten en los diferentes canales de televisión de nuestro país más de dos millones y medio de pases publicitarios. A través de Internet disponemos de trillones de bits de información de acceso inmediato. Las redes sociales nos machacan con lo uno y lo contrario. Muy poca de toda la información a la que estamos expuestos permanece en el cerebro. Este exceso de información se convierte en ruido, redundancia y banalidad. Cada vez se fija más la atención en las fuentes que dicen lo que queremos escuchar, nos encerramos en nuestras propias creencias.
Con este grado de saturación de mensajes es muy complejo destacar los valores diferenciales de una marca o un producto si estos no tienen una personalidad única que los distinga. La confusión entre las imágenes de marca de productos de un mismo segmento de consumo es cada vez más patente y las apreciaciones de los consumidores sobre los atributos de los productos son más banales. ¿Cultos e informados? Dejémonos de generalidades y trabajemos con un profundo conocimiento de nuestro público objetivo.